"¿Qué elementos influyen para que algunas series norteamericanas se emitan en las generalistas españolas (es decir, gratis y en abierto), mientras que otras sólo puedan verse por canales de pago? Pensaba en esto después de ver (anoche) el último episodio de la tercera temporada de Mad Men.
Ojalá me equivoque, pero soy capaz de apostar que en los próximos diez años no veremos, en abierto, el increíble penúltimo episodio de Mad Men (el que nos mete de los pelos en el día que mataron a Kennedy), ni tampoco el episodio trece y final, que que acabaron de subtitular ayer, y cuyo clima de mudanza todavía retumba en las paredes de mi casa. (La season finale lleva por sugestivo título “Cierra la puerta; siéntate”.)
Esta temporada de Mad Men resultó ser tan brillante, pero tanto, que me provocó ese deseo que a veces nos dan ciertos libros hermosos: el de compartirlo, que pueda disfrutarlo todo cristo. “Qué maravilloso sería —pensé con ingenuidad infantil— que esta historia pudiera verse en prime time, y que al día siguiente los oficinistas y las amas de casa hablasen de ello como hablan hoy de los nuevos imbéciles que entraron a Gran Hermano 11, o del tobillo de Cristiano Ronaldo, o de política y corrupción”.
Pero no. Nunca ocurrirá. Las televisiones generalistas escogen series multitarget para sus espacios centrales. Escogen historias de comprensión rápida, autoconclusivas, las que ofrecen riesgo cero. Entre ellas las mejores son House y CSI, que no están nada mal y tienen su buena cuota de audiencia. Pero todas las demás son mediocres. ¡Y las demás son muchísimas! Parece que estuviese prohibido escapar de cuatro elementos:
- lo juvenil cursi;
- lo esotérico o misterioso;
- lo relacionado con la investigación policial, y
- lo que tiene que ver con la medicina.
Cuando una serie escapa de esos tópicos es castigada con la pantalla fría de las madrugadas, o pasa automáticamente a La 2, o ni siquiera se emiten en aire. Ahora existe una nueva papelera de reciclaje: las cadenas secundarias de la TDT. Las esconden allí a cualquier hora, y las emiten con cambios de horario propios de un psicótico adicto a los muebles de Ikea.
Y entonces las otras series, a veces maravillosas, son alejadas del gran público, no sea cuestión que ese público se eduque en la buena ficción y se convierta —el día menos pensado— en un espectador exigente. Pienso en The Sopranos, en Six Feet Under, en The Wire, en In Treatment, en la maravillosa Shameless (de la BBC), en Weeds, en Breaking Bad, y ahora también en Mad Men, la última gran maravilla que parió la televisión.
Ya no sé de qué manera recomendar esta serie; no sé más qué decir. El modo brutal en el que entramos en el clima posterior al asesinato del presidente Kennedy, en el capítulo de hace dos semanas, convierte a ese episodio en uno de los mejores de la historia audiovisual. Pero lo increíble es que toda la tercera temporada tuvo un nivel superlativo, demoledor y cinematográfico. Pensemos también en el capítulo final (la humedad en los ojos de Peggy y Don Draper) y en aquel otro, memorable, en donde una cortadora de césped rompe el clima de serenidad de la obra, la parte en dos.
Es un placer extraño cuando la casa se queda a oscuras después de disfrutar estas tramas.
Las de Mad Men (y tantas otras joyas ilustres de la última década) son historias enormes, complejas y adultas, que sufren una censura tácita en la pantalla caliente de España, una censura moderna que no es moral sino económica. No se programan porque nadie las vería, y nadie las ve porque no se programan.
Ojalá TVE, que se librará en enero de la presión (o la prisión) publicitaria, comience a cumplir esa muy necesaria función pública: hacer competir a Mad Men con ¿Dónde estás corazón? o algún otro lobotomizador nocturno por el estilo. A la misma hora. Con dos cojones.
Perderá en audiencia, pero ganará —sin dudas— nuestra devoción eterna."
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